«Y si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo, si es que padecemos juntamente con él, para que juntamente con él seamos glorificados» (Romanos 8:17).
Cuando entregamos nuestra vida a Jesús, sucede algo maravilloso, pasamos de muerte a vida en el acto, nuestra vida es automáticamente renovada. A pesar de que nuestro cuerpo puede estar muerto por causa del pecado, nuestro espíritu vive a causa de la justicia.
Y el Espíritu que levantó de los muertos a Jesús el Cristo, mora en nosotros: «Y si el Espíritu de aquel que levantó de los muertos a Jesús mora en vosotros, el que levantó de los muertos a Cristo Jesús vivificará también vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que mora en vosotros» (Romanos 8:11).
Ahora que somos guiados por el Espíritu de Dios, debemos también vivir en él. Y no hemos recibido un espíritu de esclavitud para regresar al pecado y vivir otra vez en el temor, sino un espíritu de adopción, que nos convierte en hijos de Dios, por el cual podemos elevar nuestro corazón y clamar Abba, Padre.
Pero el Espíritu de Dios, ese Espíritu de adopción, no sólo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios, sino también nos elevó a la altura del hijo de Dios, Cristo, como sus hermanos adoptivos, con todos los derechos de un hijo propio, de un hijo legítimo. En su inmenso amor nos hizo herederos, herederos de Dios y coherederos con Cristo.
Y a pesar de que seguimos padeciendo aflicciones estando con Cristo, debemos tener la seguridad que en él también seremos glorificado. Pablo menciona que, estás aflicciones no son nada comparables con la gloria que vendrá, con la gloria que se ha de manifestar en nosotros.