«El Dios eterno es nuestra morada, y debajo están sus brazos eternos…» (Deuteronomio 33:27).
Antes de conocer a Dios, nuestra vida era contemplada dentro de un final sombrío, es más no teníamos ni idea de nuestro futuro, vivíamos en las sombras y en la incertidumbre, éramos ciegos, confiando en nuestro propio juicio, perdidos y sin salvación.
Cuando conocimos a Dios, se nos quitaron las vendas de nuestros ojos, su luz nos dejó ver la miseria en la que nos revolcábamos, ¡él nos salvó!. Él es nuestra eterna morada, en él tenemos la seguridad de una vida plena, llena de bendiciones, con él nuestro futuro está asegurado.
Dios nos brinda protección y es nuestro amparo, el no permitirá que las angustias nos abrumen: «Dios es nuestro amparo y fortaleza, nuestro pronto auxilio en las tribulaciones» (Salmo 46:1)
Dios no está sujeto al tiempo, él es atemporal, él está más allá de nuestros conceptos, de horas, días, semanas y años, él está más allá de nuestras agendas, calendarios y planes para el futuro, él es el Dios eterno.
Cuando llegamos a Dios, nuestra forma el ver el mundo cambia. Salimos de una vida ajetreada, desesperada y entramos en una vida en orden y en confianza. Pasamos de la muerte en el pecado a la vida en Cristo, de una vida incierta, con un futuro oscuro, a una vida plena y llena de confianza en Dios. El siempre fue el mismo y lo seguirá siendo, el no cambia.
Dios está eternamente en el presente y no tiene fin. Él es el Dios eterno, estaba al principio y estará siempre, no tiene final. Él es nuestro refugio, nuestra morada, y lo será por siempre. Él está aquí ahora, y no hay necesidad de temer las insondables circunstancias actuales y futuras.