«Porque también Cristo padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios, siendo a la verdad muerto en la carne, pero vivificado en espíritu» (1 Pedro 3:18)
Esta primera carta de Pedro está dirigida a los cristianos de Ponto, Galacia, Capadocia, Asia y Bitinia, provincias romanas situadas en las regiones del norte y el oriente de la península de Asia Menor (actualmente Turquía).
Diversos pasajes de la carta muestran que aquellos cristianos se habían convertido del paganismo y el cambio completo en su manera de vivir les había atraído la enemistad de sus conciudadanos. Más aún, a causa de su fe estaban siendo perseguidos por las autoridades civiles.
Pedro quiere animar a los creyentes a mantenerse firmes en su esperanza, a pesar de lo difícil de su situación, les recuerda ante todo la grandeza del llamamiento que han recibido de Dios, les trae a la memoria el ejemplo de Cristo y los exhorta a considerar que, así como están tomando parte en los sufrimientos de Jesucristo, también participarán de su gloria.
Pedro les menciona que la salvación que viene de Dios, es un regalo inmerecido para el ser humano, una criatura que está perdida y viviendo en pecado de muerte. Dios se compadeció de la miseria humana y amó al hombre, su misericordia y amor fue tan grande que quiso salvarlo. La salvación del hombre demandaba un precio demasiado alto, un costo único y excepcional, que únicamente podía ser pagado por un sacrificio, el sacrificio de alguien “perfecto y sin mancha”.
A Dios nunca le importó el precio de la demanda, su amor por nosotros era mayor, su amor era demasiado grande que, entregó a su hijo como pagó por el pecado de la humanidad: «Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, más tenga vida eterna» (Juan 3:16)
La salvación nunca ha estado condicionada por nuestro comportamiento o por algún tipo de esfuerzo humano, no somos salvos por nuestras obras o lo que decimos. La biblia nos dice que: «Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe» (Efesios 2:8-9).
Cristo murió en la cruz para que podamos vivir, pagó nuestra deuda de pecado a la justicia de Dios. Esta deuda nos pertenecía a ti y a mí, y él la canceló en su totalidad, una vez y para siempre, su muerte aseguró nuestra libertad y canceló el recibo. Su muerte nos trajo la libertad, de toda obligación de pagar nuestra deuda espiritual.